Salvador Compán
Sánchez Porcel o la belleza de la incertidumbre.
No es frecuente que la obra de un artista plástico rehuya contar lo ya contado. Tan infrecuente como la renuncia a caer en esas presuntas genialidades que, a la postre, sólo se basan en la pura incoherencia. No es poco que un creador evite esas dos tentaciones. Pero lo que es aún menos usual es que un artista, aparte de un mundo sugerente y como salido de su propia sorpresa, se exprese con una intención medida, consiguiendo que cada fragmento de la obra contribuya a la emoción estética igual que cada nota musical se integra en la explosión de conocimiento y belleza de las buenas sinfonías.
Cuando alguien encuentra lo que acabo de escribir, no tiene más remedio que sentirse reconciliado con el arte y, de paso, redimido -o vengado- de tantas frustraciones consistentes, en esencia, en ir a una exposición a buscar liebres y regresar con un montón de enclenques gatos peleándose en tu cerebro.
Escribo este prólogo desde la alegría de poder hablar de una obra lograda y del artista, Antonio Sánchez Porcel, que nos la regala. Mis razones de entusiasmo las podría resumir de un modo apresurado: Sánchez Porcel tiene algo que decir y sabe muy bien decirlo. Su trabajo está lejos de lo gratuito y de lo urgente, y muy cerca de la utilización de la técnica como parte misma del significado y, por todo ello, te envuelve y te convierte en un espectador activo; por ello, te incluye.
La obra de Sánchez Porcel -no sólo la que aquí está representada- es una muestra de su trabajo con todo tipo de materiales, desde la loza a la estopa o el acero para las esculturas, hasta la resina de vinilo para las pinturas. Cualquier materia en sus manos tiene la elocuencia justa. Es difícil, por ejemplo, expresar de un modo más ajustado la rudeza y la dulzura del sexo –la ferocidad de la pasión y la vulnerabilidad del sentimiento- que como él lo ha expresado, valiéndose de la yuxtaposición de elementos toscos –hoces, maderas o mallas de alambre- con la nacarada inocencia de la loza.
Si en sus esculturas de amor y muerte hay ese esfuerzo por resumir un mundo feroz y tierno, lleno de la melancolía de lo que eternamente lucha por completarse, en las pinturas encontramos la misma sensación de mundo disociado. Porque es este principio de reflexiva insatisfacción el que preside también su pintura.
Los paisajes de Sánchez Porcel –incluso sus tardes abstractas- contienen una duplicidad. Hay otro paisaje detrás del visible. Hay otro cielo detrás de sus cielos geométricos. Es como si el artista se empeñara en abrir la materia para mostrar lo que la materia tapa. Sus espacios están construidos con formas limadas o porosas: colores de consistencia casi líquida, como ganados por una luz que absorbe todo y lo hace flotar hacia la llamada persuasiva de horizontes -como caminos- de máximo resplandor. Son paisajes-puerta, paisajes que, de algún modo, tienen que ser completados por quien los mira.
Cuando Sánchez Porcel trabaja la abstracción, parece haber aislado un fragmento de sus paisajes. Aquí también el límite –el de la tierra o el cielo- es una veladura que el artista explora como quien se asoma a una vidriera desde la que se intuye un trasmundo, una lejanía donde la realidad se disuelve y que el artista busca una y otra vez. Porque quizá en el fondo de toda la obra de Sánchez Porcel sólo haya una idea matriz. Como en los mejores creadores, un mismo tema parece haberse ramificado en cuadros, instalaciones o esculturas: un viaje hacia los límites, una búsqueda por las fronteras de la materia de la que, a veces, el artista regresa cargado de fósiles o, como en la presente exposición, cargado con un puñado de melancólicas y bellísimas incertidumbres.
JAVIER ALMODOVAR
El acercamiento a las pinturas de Antonio Sánchez Porcel supone el
desvelamiento del universo personal que sugieren los paisajes oníricos y la
densidad tonal de sus cuadros. La Naturaleza que asoma, (paisajes erosionados,
lagunas rebosantes de vida vegetal) ha sido
observada hasta la memorización absoluta y, tras ser asimilada e
interiorizada, resurge nueva y distinta sobre los lienzos. Es una naturaleza
a veces habitada que muestra los estados emocionales del pintor y transmite
una armonía nacida de la tensión de los colores.
El espectador no observa la nueva naturaleza como algo ajeno y aislado,
sino que se encuentra con zonas de transición que limitan el tema a la vez que
nos introducen en universos simbólicos sustentados en sutiles juegos de luz
y color. Esta introducción abstracta, puente entre la realidad del observador
y el contenido temático de la pintura, nos prefigura los elementos centrales
de la composición, la emoción artística y la racionalidad de su plasmación
pictórica.
E l geométrico espacio blanco del lienzo cobra nuevos sentidos al
recibir el color en sucesivas oleadas de agua y pigmento que sedimentan
dando forma a la obra. Los paisajes erosionados y desolados van naciendo
al crepúsculo tonal del sueño que observa el espectador. El artificio del
cuadro se disuelve en la mixtura de la materia pictórica; las formas
adquieren un matiz misterioso que reflejan las emociones oníricas que brotan
del recuerdo y que se asientan en suaves sensaciones de penetración abstracta.
Las fragmentadas capas de pintura dibujan un estado de ánimo que
parecen compartir el artista y los, cada vez más frecuentes, habitantes de los
cuadros: la tranquilidad del silencio. Un silencio que no es rígido, sino
armónico; un silencio en el que la mirada se adentra y en el que reconoce
propia emoción ante el infinito inaprensible que habita. Y en este diálogo
entre la inmensidad sobrecogedora de la Naturaleza y el hombre mínimo
surge la reflexión del artista transmutada en experiencia estética, casi
mística: la felicidad irracional de contemplar el milagro de la existencia.
Y no interesa representar la belleza real de determinados paisajes, sino las
experiencias personales de esta belleza, experiencias que emanan del
artista y, tras reflejarse en el paisaje creado, recaen sobre figuras humanas
que sorprenden al espectador por su integración emocional a través del
color y el tratamiento de la luz.
Estas figuras conllevan la culminación de la obra, obra que surgió
desde el primer automatismo cromático hasta la concepción última y
global. El espectador puede realizar una lectura múltiple, en la que es
posible que coincidan la subjetividad íntima del artista con la del observador.
los cuadros se llenan de secretos códigos compartidos que resumen la pluralidad
del tiempo y el espacio y que convierten la pintura en interprete de lo más
profundo y personal de la reflexión humana.
En fin, cada paisaje que renace en una nueva composición en una suerte de
recurrencia elemental, enfatiza la armonía universal que los pequeños
protagonistas parecen disfrutar en exclusividad. Armonía que se traduce
tambien en el resultado final sereno, aunque no exento de inquietud, que
hermana la figuración de la Naturaleza con la abstracción del color y el formato.
Javier Almodovar